Llego a una pequeña ciudad de Sicilia, en muy mala hora. Pregunto por algún albergue. Veo uno: 120 euros, me dicen. No, de ningún modo. Sigo caminando otras dos horas, con las valijas a cuestas (grave error, ya que nunca se debe buscar nada en condiciones de inferioridad). Me dicen: en el de la esquina hay habitaciones a 50 euros. Me acerco. Los dueños no están, pero está “el abuelo.” El abuelo me dice que el precio es 30, pero –como me ve quejoso- agrega que puedo pedir un “scontino.” Al rato largo llega la dueña. Me pregunta si ya me dijeron el precio. Dice que es 40. Me quejo. Me aclara que en realidad el precio es 64 (espectacular). Negociamos. Pago finalmente 30, pero sin “scontino.”
Entre otros rasgos poco atractivos, los italianos muestran una obsesión insoportable por el telefonino. El récord, hasta ahora, lo lleva un chofer de ómnibus que hablaba a la vez por dos teléfonos mientras manejaba –y esto también es cierto- con los codos.
Hay razón para contarlo todo –y digo todo- por teléfono? Hace falta comunicarlo todo –y repito todo- por teléfono? Pero esta historia. Por motivos del cambio de horario que no me deja dormir bien, y por encontrarme con la mejor luz de la mañana (aunque uno de los dos motivos pesaba más que el otro), estos días acostumbré a salir de mi habitación muy temprano, en horarios casi de escándalo. Una de esas mañanas, tempranísimo, una mañana en la que absolutamente todos los sicilianos debían (y lo digo descriptivamente) estar durmiendo (demasiado tarde para estar despiertos todavía, demasiado temprano para estar despiertos ya) llego a un balcón frente al mar y veo, primero, una barca que llega a la costa, con una luz tan bonita; y enseguida, casi al instante, escucho a un joven que llama a su amigo. “Marco” –dice él, buscando saber si Marco estaba ya despierto, a esa inverosímil hora. Viendo que apenas sí, agrega luego, con voz dulce: “C’e una nave”. Y corta.
En Nápoles, como en otros lados, tomé una primera decisión no del todo satisfactoria, movido por una cierta incomodidad propia del apenas llegado: albergarme cerca de la estación de trenes por la que entraba. Esto me ha deparado, obviamente, un contacto más directo con las gentes que rodean la estación por las noches, en cualquiera de ellas. En Nápoles, sin embargo, encontré una prostitución decadente y vieja, como sólo la recuerdo en Barcelona, Ramblas abajo. Muchas veces, al ver a alguna señora de estatura baja y anteojos negros, con tacos altos en los que ya no equilibra, pienso en un ruego: “no, abuelita, esta noche por favor no salgas, te lo pido; esta noche quedate mirando televisión en el sofá, hasta quedarte dormida.”
Entre mis inhabilidades turísticas se encuentra un agudo sentido de la contra-orientación. La situación es tan preocupante que he llegado a elaborar una regla, que al menos ha mejorado en algo mi promedio. Cuando tengo dudas acerca de dónde se encuentra el lugar que busco, rastreo a ver a qué lugar me lleva mi intuición, y luego me dirijo en la dirección exactamente contraria. En Nápoles, la fórmula tuvo uno de sus momentos más bajos, y me condujo a una zona poco recomendable para criminales de violencia sádica. Recordé entonces el dicho “ver Nápoles y después morir.” Me pregunto si quien enunció la frase la dejó escrita, antes de iniciar su recorrido.
Nápoles me interesó realmente, aunque llegara a ser demasiado. La ciudad me atrapó, sobre todo, por algunas de sus apuestas turísticas menos tradicionales. Tales apuestas incluyeron, por lo visto, personas especialmente obesas en motos especialmente pequeñas; ropa muy muy blanca colgada, como secándose al sol; y unos extraños palos, en variadas esquinas, con luces a tres colores.
El primer autobús que tomé, estando en Nápoles, me deparó una situación curiosa, aunque no por ello menos conocida: el trasporte cargaba al menos tres veces más gente de la que estaba autorizada a cargar (conforme a un número determinado por algún inspector en condiciones de soborno); la puerta de salida del micro no se abría; y la máquina en la que se validaban los boletos no funcionaba. Mientras tanto, el chofer se quejaba a los gritos- del tránsito y de los pasajeros- y los pasajeros daban muestra de un activismo cívico notable, protestando todos ellos a la vez, en direcciones contrarias aunque acumulativas.
fotos: Nápoli, che bella festa
6 comentarios:
Muy buenas crónicas. Veo que tratás de disfrutar todas las incomodidades que te ofrece el sur de Italia para contarlas. Un abrazo.
Roberto, andá a comer una Pizza a Da Michele, en el centro. AC
Roberto, soy Amira de Atrapamuros, un Colectivo de Educación Popular en Cárceles. El motivo del mensaje es que estámos organizando una cátedra a dictarse en la Facultad de Humanidades de la UNLP, en donde el eje será “LA CÁRCEL. Una discusión moderna en la sociedad actual”. Queríamos invitarlo a participar como panelista, al segundo encuentro el cual será: "La cárcel Hoy. Los métodos. Del Estado Social al Estado Penal. Presentación del libro cárceles de mala muerte." Lo pensamos para la semana del 14 de Noviembre. Nos gustaría contar con su presencia, si puede confirmenos a este mail a la brevedad: atrapamuros@yahoo.com.ar. Esperamos su respuesta, muchas gracias.
http://atrapamuros.blogspot.com
gracias q, digamos que exagero un poquito. abraccio
Gracias Roberto por dejarnos ver, vivir un poco de Italia contigo. Empatía y des-orientación, como siempre, nos dan a conocer un mundo incluso donde nos dicen que es literalmente inmundo, sucio, como cerca de las estaciones, donde los barrios populares, ..etc.
Amarcord!
tus crónicas me recuerdan a una peli... "Baarìa".
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