14 oct 2011

Apuntes italianos. XIII (Penúltima entrega). Joyce moja su cannoli en el café triestino


Postales del Véneto

Il grande amico. Dejo Florencia, luego de una brevísima pero amable estancia (pensaba pasar de largo por la ciudad, pero llegué con el autobús, y vi casas bajas, de piedra; vi familias saliendo de paseo, más allá de las estatuas; vi una luz de caricias suaves demasiado amables como para pensar en marcharme así, sin hacerlas mías). Dejo Florencia, decía, en dirección a Trieste. Voy a despedirme del dueño del “albergo” en donde me alojara. Es todo un personaje: un romano mentiroso, que luego de una primera, breve conversación, ya pasó a llamarme, indistintamente, y sin razón alguna que lo justificara, “Il Professore;” “l’ artista”; “il dottore;” “l’ inglese” (¿??). Tan fastidioso. Dejo Florencia, decía, y voy a despedirme del dueño del “albergo,” cuando vemos entrar una pareja, y entonces el dueño, con gestos ampulosos me detiene, y me introduce a ellos, grandilocuente siempre: “Ecco Robberto,” les dice, “il mio grande amico” (!). Lo miro algo asombrado, me muerdo los labios por no decir nada, esbozo una leve sonrisa y empiezo a contar por dentro: uno, dos, tres, cuatro…

El tiempo del hedonismo. Luego de habitaciones desnudas de lujo en un monasterio; luego de albergues de mala muerte junto a las estaciones de tren; luego de apartamentos de pocos euros en barrios de prostitutas; luego de cuartos sin baños; baños sin duchas; duchas sin agua caliente. Luego de todo ello llego al hotel que los organizadores del Seminario nos han reservado, en Trieste. Oh! Oh de las sábanas blancas! Oh de la ducha con agua caliente! Oh de los cuartos enormes, llenos de almohadones abundantísimos, inútiles, sobre la cama! (me recuerdo una vez, con Christian C. en Boston, de los 28 almohadones que contamos, sobre la cama de mi cuarto) Ha llegado el tiempo del hedonismo, me digo. Deposito las valijas en el piso, tomo mi pasaporte, empiezo a aflojarme las zapatillas marcadas por los infatigables días. Pero algo pasa. Con el rostro todavía bajo atino a percibir que la cameriera teclea sobre su computador algo nerviosa. No quiero levantar la cabeza pero reconozco que hay una pequeña extraña mueca en el rostro de ella. Prefiero no mirar pero de reojo miro, y advierto un rictus incómodo definitivo, la señal inequívoca de un problema letal. Y el problema es mío. Y es del aquí y ahora. Oh no. Tenemos un pequeño inconveniente, me dice. Parece que hay un error, y que el cuarto está reservado y disponible recién a partir de mañana. Todo vuelve atrás entonces. Debo retomar presto el punto de partida, esto es decir, otro día más en hotel con habitaciones desnudas de mala muerte junto a la estación de tren en pleno barrio de las prostitutas. Oh no, “Mannagiaipescicani” -digo, por decir algo.

Venecia sin ti. Frente al inesperado día libre, decido aprovechar la afrenta del destino. Salgo de mi otro-hotel-junto-a-estación-de-tren- y tomo el primer inter-ciudades que parte rumbo a Venecia. Lo hago escandalosamente temprano, y puedo llegar a destino a primerísima hora de la mañana, cuando las calles aún muestran destellos repiqueteantes de luna; el rumor tímido de los canales todavía se escucha; y las ventanas cerradas adormecidas esperan las primeras luces del día. Cómo describir Venecia en una sola palabra?: Ah!

Olavi Virta. Estamos de vuelta. Empieza el seminario que me trajo hasta aquí en Trieste. A quien primero encuentro es al amigo Kaarlo T., el filósofo del derecho finlandés. Hablamos de Sibelius, hablamos de vodka, hablamos de Aki y Mika Kaurismaki, hablamos de la melancolía ruso-argentina, pero sobre todo hablamos de Olavi Virta, el zorzal finés, el Gardel del Norte, el ídolo del pueblo campesino, el que murió como buen finés –de qué otra manera- en un exabrupto de alcohol. Olavi Virta, estamos contigo.

Contro Berlusconi. Inesperadamente, aparezco en el diario de Trieste, en nota que me muestra en foto como arengando al popolo de Italia. En el título de la noticia salgo diciendo, en un italiano que no es el mío, “avete un deficit di democrazia popolare”. Qué vergüenza. (Pienso, por otro lado, que también es una vergüenza cómo he transformado mi italiano, de napolitiano a friuliano, en apenas un día: es que el italiano del Norte es tan gracioso que una fuerza extraña incontenible me compele a imitarlo).

Un orden jerárquico. Los participantes del seminario, en su gran mayoría italianos, son amigables y están bien preparados. Hay sin embargo, como siempre en Italia, un aire de jerarquía inexpugnable que recorre las relaciones entre profesores y estudiantes; entre profesores titulares jóvenes y profesores titulares “históricos.” Cuando pensaba en esto, me llega el relato mítico de una de las glorias menos queridas de la Universidad local (ya no está aquí), Giorgio S. Parece que Georgio obligaba a sus alumnos a aprender de memoria los centenares de artículos del Código Penal italiano. Il disgraziato tomaba examen con rostro distante altanero y preguntando solamente números: 243; 456; 128. Quienes la pasaron peor, sin embargo, fueron los de la “generación intermedia,” los que vivieron la transición entre el viejo y el nuevo Código. En esa etapa, Giorgio preguntaba, indistintamente, por el articulado del viejo Código y el articulado del nuevo.

El reino de Illy. Llegué a Trieste algo mal predispuesto. Está claro que mi amor por Italia no reside en el Norte, que el Norte perfumado me genera resistencias. Qué voy a hacer aquí, en estos días de seminario? –me pregunto. Sin embargo, como suele ocurrir, apenas llego y los prejuicios comienzan ya a tornarse más complejos, y así también, lentamente, a disolverse. El primer golpe lo recibo en el hermoso café San Marcos, en el que todavía se puede ver regularmente a uno de los célebres habitantes de la ciudad: Claudio Magris. Y enseguida un segundo: Trieste es residencia de una célebre familia húngara, la de los Illy, la del café. Los Illy parecen reinar en Trieste. De hecho, el nieto Riccardo Illy llegó a ser alcalde de Trieste y presidente de toda la región. El café aparece por todos lados, y en todos lados es excelente. Esto es tremendo! (La sensación es la misma que me provoca el confrontar con la familia-helados Bahillo, en Gualeguaychú –una familia que también llegó a la intendencia de la zona, y que creció de la mano de buenas heladerías en toda el área. Cómo no entregarse a la ciudad, entonces, frente a la naturaleza jurídica y contundencia alimenticia de los hechos? Así no vale. Así pierdo toda capacidad crítica. Me cortan las piernas).

Pasticceros. La cuestión no termina sino que recién comienza, con el buen café. No se trata, solamente, de que Trieste tiene una gran cultura cafetera, y grandes cafeterías, austriacas en carácter. Se trata de que, además, los triestinos son fanáticos de los buenos dulces. En la materia, radicalizan el talento gastronómico italiano, lo cual es decir demasiado, y lo manifiestan en una variedad de dulces inenarrable. Me comprometo por ello a un breve ejercicio de periodismo débil: Cuando la sesión del seminario termine, pasaré por la primera pasticceria que encuentre, y tomaré simplemente nota de lo que tengan expuesto. Cumplido mi cometido, aquí va la lista de lo expuesto en un local situado a pocos metros de la sala-seminario. La tienda ofrecía, sin repetir y sin soplar:

Frolle, frolle e crema; castrini; spitz; linzer; sfogliatelle; krapfen; trecce; brioche; pinza; presnitz; putizza; savoiardi; cannoli; crostata; brasiliani; stage; curabaie; genovese; polentina; pinolate; cornetti; coco amari; maccaroni; sacher; granatine; marzipane; ramandorline. Y cada muestra de dulce, una pieza de artesanía. Increíble.

(De todos modos, mi Pasticceria favorita es la Pasticceria Pirona, y hacia allí me dirijo).

Joyce en Trieste. La historia de la literatura tiene claras algunas cosas: 1) El irlandés James Joyce vivió más de diez años en Trieste. 2) Joyce era habitué de la Pasticceria Pirona. 3) Joyce comenzó a escribir el Ulises en Trieste. Yo agrego dos puntos adicionales, para mí innegociables, ajenos a cualquier controversia: 4) Joyce decidió viajar desde Irlanda hacia Italia, e instalarse en Trieste, PARA poder ser habitué de la Pasticceria Pirona (y sólo eso explica sus larguísimos años en la ciudad, y–seguramente también- la extensión del Ulises); y 5) Joyce, sin tiempo que perder, empezó a escribir el Ulises luego de mojar un cannoli de la Pasticceria Pirona en su café de la Pasticceria Pirona. De estos hechos no tengo la mínima duda. De todo lo demás sí.


foto2: venezia per me

foto1: potencia friuliana (Venecia)

4 comentarios:

PIC dijo...

Voeuia de scultà alteri stòrie sul tuo viacc. per plasì, raccontaci la tua esperienza con gli dialetti della nord italia...

rg dijo...

si, igual el friulano es como el castellano de recoleta. no es el napolitano que tuerce todo, o el siciliano que recorta y crea (en la peli de crialese la madre le decia al hijo adolescente, super siciliano: "y ademas todavia no sabes hablar italiano")

PIC dijo...

ah, no conocía el friulano. tendrá más influencia eslava?

lo mío era una imitación de brianzolo/lombardo, que tiene más influencias francófonas, como el piemontés, y también algunos Umlaute.

una abuela mía sabía napolitano y lo he escuchado hablar, pero no puedo entenderlo.

Anónimo dijo...

no sé bien por qué habría 28 almohadones en la habitación de un hotel de lujo.


abrazás a tus almohadones cuando llorás,te abrazan cuando dormís. volvés a ellos para escuchar la lluvia sobre las calles desiertas durante la noche, pensando en nada, con las ventanas abiertas; y es a ellos a quienes deslizás más allá del límite cuando decidís abarcarla por completo.

no sé si hay almohadones inútiles.tal vez, quienes se hospedan en habitaciones de lujo lloran demasiado.

en tal caso,durante mi estadía dejaría sólo los necesarios y guardaría los restantes en el placard. de todos modos,con 28 o ninguno, entre un hotel miserable y un hotel de lujo la diferencia es uno, con almohada de lino blanco en un monasterio o una veintena de hilos de seda


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